Este debate es ontológico para los estudios de política mundial, ya que la teoría de las relaciones internacionales se centra en que los Estados, al ser integrados por personas, reflejan en su comportamiento la naturaleza humana sin restricciones morales no aplicables a ellos. Es decir, que las personas que toman las decisiones de política exterior dentro de sus respectivos gobiernos, lo hacen en base a la propia naturaleza humana, sin verse limitados por la moral que prevalece en la sociedad en la que viven.
Esta premisa es muy poderosa, ya que si los países no actúan bajo consideraciones morales, quiere decir que si su comportamiento refleja un uso prioritario de la cooperación, el diálogo y el entendimiento con otros países, este tipo de comportamientos son reflejo de la naturaleza intrínseca de los humanos. Y consecuentemente, cuando los países actúan de manera confrontacional, egoísta y violenta, están comportándose en contra de esa misma naturaleza.
La derivación lógica de esto, es que actuar en contra de la naturaleza humana, es producto de adaptaciones sociales y aprendizajes culturales. En términos de política mundial, esto significaría que los países están inclinados naturalmente a la cooperación y el diálogo, a menos que coyunturalmente la sociedad internacional vea la actuación confrontacional y egoísta como necesaria para adaptarse exitosamente al entorno. Darwinismo Internacional, si se quiere.
Sin embargo, encuentro más convincente la versión contraria. Esto es, el diálogo y la cooperación son foráneos a la naturaleza humana, y que los Estados cuando mantienen relaciones armónicas están cediendo ante aprendizajes culturales, estrategias a largo plazo y adaptaciones emanadas de la sociedad internacional para la convivencia pacífica. Sin un sistema internacional organizado con el cuál regir las relaciones entre los países, las actuaciones de los mismos reflejarían el egoísmo y la mezquindad presente en la naturaleza humana irrestricta de moral que prevalece con la vida en sociedad.
Ergo, los humanos hemos aprendido que la colaboración, el altruismo y el desprendimiento son beneficiosos para convivir en sociedad. Pero sin la sociedad (su cultura, sus normas, su moral), el estado de naturaleza de los humanos se asemejaría al de los animales, en dónde la supervivencia dicta nuestra acciones y por tanto, el egoísmo y la confrontación son medulares a nuestro comportamiento.
Aun así, no pretendo que esta interpretación sea tomada como definitiva. Es más una reflexión que un axioma. O en todo caso, un modelo para comprender mejor el mundo en el que vivimos. Para darle sentido a las guerras y a los genocidios, pero también a la integración económica y a la ayuda humanitaria. Para conjugar la existencia de un Pol Pot con la de un Mandela. Para poder igualar fenomenológicamente la asistencia a Japón y la intervención a Libia. Todo reside en la interacción entre la naturaleza humana y el constructo social.